miércoles, 15 de marzo de 2023

Shisui



Era un tiempo donde aún no existía distinción entre dioses y mortales, la Tierra era nueva y la luna lo era aún más.

Allí vivía una diosa y de ella nacieron muchos hijos.

Hermosos e inocentes eran sus retoños, desde su lugar privilegiado observaban la guerra. 


En cuanto aquel mundo se formó, comenzó la guerra. 


El cielo, la tierra y el mar, luchando por el dominio. 


La guerra duró eones y el dios del sol, viendo su mundo derrumbarse, decidió interferir. Sin embargo la diosa de la luna no estaba de acuerdo, pues ella creía que los seres de allá abajo, aquellos llamados “mortales” y todos esos dioses menores, debían solucionar sus propios problemas.


Así comenzó una nueva guerra. 


El cielo se proclamó seguidor del sol. 


La tierra seguidora de la luna.


Y el mar, orgulloso, se declaró su propio dios, pues era vasto y extenso y en él ocultaba muchos secretos. 


La guerra siguió, alterandolo todo, trayendo consigo muerte, hambre y peste. 


El hijo mayor de la luna observaba inquieto, su corazón era compasivo y hambriento de algo que ahí, en su astro, no existía, algo que habían inventado los mortales. El amor. 


Así que un día bajó de la luna a escondidas de su madre y viajó por aquel mundo que, aunque llevaba eones en guerra, aún era nuevo y siempre cambiante. 


Con su poder podía hacer crecer las cosechas y con su conocimiento podía crear medicinas para todo tipo de enfermedades. A donde iba dejaba un poquito de felicidad y esperanza, pero aun así aun no había podido encontrar eso que ansiaba. Un amante. 


Un día, durante sus viajes, el hijo de la luna debió cruzar el mar. Así que tomó un bote y zarpó por su cuenta. 


El mar lo notó de inmediato y pensó en ahogar a ese intruso de la luna, pero cuando el joven miró su propio reflejo en las aguas, el mar lo notó hermoso y decidió, en cambió, llevarlo consigo. 


El hijo de la luna fue arrastrado a las profundidades, a la oscuridad y la opresión, donde se encontró rodeado de monstruos y de soledad. 


Excepto por él, su única compañía, el dios del mar. 


Y el hijo de la luna lo amo con todo su ser y su amor levantó mareas y el mar se volvió más vivo y colorido con su influencia. 


El dios del mar sonreía, sus aguas se estaban tragando la tierra y sus tormentas mantenían gris el cielo.


Estaba ganando la guerra gracias al poder que el hijo de la luna le regalaba con su amor. 


Pero el dios del mar tenía el corazón frío, no sentía nada por él. 


Un día el chico le llegó con una noticia, pronto le daría hijos. 


El dios era egoísta, no quería compartir su reino con nadie, así que desterró a su amante de vuelta a la superficie. 


Ya no lo necesitaba de todas formas. 


Y el hijo de la luna lloró, su cuerpo y su corazón rotos, sus hijos perdidos. 


Llamó por su madre, pero esta nunca vino. Así que calló y se sumió en su pena. 


Su angustia congeló la tierra y el mar. 


Su ira oscureció el cielo. 


Y, sin embargo, la guerra a su alrededor no terminaba. 

¡Los odiaba! ¡A todos ellos! ¡A los dioses egoístas! ¡A su madre! ¡Al mar! 


Pero...


Pero amaba a los mortales y las muchas creaciones de los dioses, los animales, las faes, los demonios...


Ellos eran capaces de amar, de formar lazos eternos. 


Ascendió de vuelta a la luna y esta se tiñó de rojo con la sangre de su madre y sus hermanos y hermanas.


De su sangre creó hilos rojos y con ellos ató las almas de cada ser vivo, cada fae, cada demonio, animal y criatura. 


Miró la tierra congelada por su pena, el mar del cual su amante cruel no podía escapar.


Lo destruyó todo.


Lo destruyó todo y lo hizo nuevo. 


Todo aquello con un alma regresó, con sus hilos había inventado la reencarnación. 


Siempre que un alma tuviese otra con la cual reencontrarse, podría volver, una y otra vez, por siempre y para siempre. 


El dios de la luna miró su mano, su propio hilo atado a su meñique, extendiéndose por el cosmos hacia el mar. 


Él seguía allí abajo, furioso. 


Le aterraba.


Cuando el girar de los astros ponía la luna lejos, el mar intentaba seguirla, subiendo la marea, pero el dios nunca se dejaría alcanzar, no de nuevo. 


En cambió envió a la tierra a otra versión de sí mismo. Un mortal capaz de amar y morir como cualquier otro. 


Su otro yo estaría siempre aterrado del mar, pero su corazón no le pertenecía a aquel dios, era libre de amar a quien quisiera y como quisiera. 


El mortal se hizo llamar “Shisui”.


Encarnación mortal del dios de la luna, aquel que velaba sobre los lazos eternos, los amantes, las cosechas y todo lo que fuese fértil. 


-Y eso fue lo que pasó-Shisui sonrió ampliamente, habiendo terminado su relato. 

-Y lo cuentas tran tranquilo...-Flug lo miraba con incredulidad.

-Con razón me tuviste simpatía-opinó Black Hat, aunque ya conocía la historia-Es muy melodramatico-.

-Demasiado diría yo-Flug rió.

-Ay, yo también los quiero-resopló, divertido.


FIN (?)


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